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Solsticio en la Mazmorra

El resto de su grupo ya se había marchado. Era típico que por aquellas fechas cada uno se reuniera con los suyos. Al fin y al cabo aquella era la noche del Solsticio de Invierno.

 Sesh viajó hasta los Antiguos Bosques para reunirse con su clan; Mobrik regresó con su gente en las Estepas del Norte; incluso Elvarion, elfo Silvano, había vuelto a su lejana tierra natal. Pero Scruggel no marchó a ningún sitio ni se reunió con nadie. «¡Un día menos de caza es un día menos de paga!», se decía a sí mismo. Así que cogió una gran espada y una ballesta de su arsenal privado y descendió por la boca del pozo, pagando por supuesto la moneda de oro pertinente.

Pero esta vez el posadero, dueño de la entrada a la mazmorra, le dijo:

—Es noche de Solsticio de Invierno, amigo… No hallarás hoy ayuda alguna allí dentro. ¿Seguro que no prefieres quedarte aquí conmigo y mis amigos y disfrutar de una buena noche de fiesta? Tenemos comida y bebida de sobra.

Pero Scruggel rebufó como respuesta.

—No digas sandeces. Mañana vosotros estaréis bien resacosos y gordos de tanto celebrar, pero yo regresaré triunfante, cargado de objetos preciosos y oro.

—¿Y el resto de tu grupo?

—Ellos han decidido ser un poco más pobres y perder el tiempo haciendo viajecitos y visitas.

—Pues ten cuidado pues. No es lugar para un solo hombre.

—No me des lecciones, posadero. Pasadlo bien perdiendo el tiempo…

—Como quieras… Feliz Solsticio.

—Puaj… ¡Hasta mañana!

Y Scruggel descendió por el pozo. Pero pronto descubrió que no era tan sencillo descender cuando nadie te ayudaba con la cuerda; e incluso el ambiente parecía más frío sin las estúpidas bromas de Mobrik, los sabios consejos de Sesh o los pedantes pero simpáticos comentarios de Elvarion. Estaba pensando en ellos, los dioses sabrán por qué, cuando por mala suerte o destino resbalaron sus pies y perdió el punto de apoyo en el pozo. Descendió a toda velocidad dejándose la piel en la cuerda que aferraba con todo su ser para no estrellarse contra el lejano fondo. De pronto sus manos no soportaron más el dolor y aflojaron la presa. Scruggel cayó y su cabeza golpeó contra la dura roca de la profunda mazmorra. El golpe lo dejó inconsciente.

Y en su inconsciencia tuvo unas visiones muy extrañas; sueños perturbadores o realidades alternativas, él no podía discernir si eran lo uno o lo otro en realidad.

Primero el espectro de un goblin cuyo rostro se parecía demasiado al suyo le explicó lo mucho que se arrepentía ahora de no haber tenido una vida con menos violencia; pues ahora su alma vagaba por el cosmos cargada de pesar y arrepentimiento; y le advirtió con severidad: «Si sigues así, tú acabarás mucho peor que yo». Y entonces fue cuando reconoció al goblin. ¡Él mismo le había dado muerte con un tiro certero de su ballesta! Pero… «Yo diría que cuando acabé con él no se parecía tanto a mí…». Y el goblin, como si captara sus pensamientos, le sonrió con malicia y desapareció.

Scruggel se quedó solo, pero no por mucho tiempo, pues el espectro de una joven elfa llegó para romper su tranquila e inconsciente soledad. La compañía de esta era mejor que la del goblin, sin duda, pero por alguna razón la bella criatura fantasmagórica la había tomado con él, y se dedicó a llevarlo de un lado para otro, haciéndole ver como sus queridos compañeros disfrutaban de una noche de alegrías rodeados de sus seres queridos mientras él yacía inconsciente en una fría mazmorra por sus egoístas pensamientos. Y entonces, tras mucho fijarse en ella, reconoció al espectro que lo atormentaba con semejantes escenas de felicidad, recordándole lo solo que estaba por propia voluntad; ella era Laydan, una elfa de los bosques orientales que en una ocasión les había pedido ayuda, pero gracias a Scruggel, que había puesto un precio exorbitado a sus servicios como aventureros-mercenarios, Laydan y su familia acabaron pereciendo bajo las hachas de un clan orco liderado por Bruker Colmillosangriento. Entonces su corazón se contrajo dolorido, no tendría que haber puesto un precio tan alto. «Unas pocas monedas de oro menos y ella y su familia aún estarían con vida, y no estaría ahora atormentándome…».

Pero para más tortura la elfa no fue su última visita. Una silueta encapuchada se puso a cavar un agujero a su lado.

—¡Oye, qué estás haciendo? —le gritó furioso cuando se dio cuenta de que la figura no hacía caso alguno a todo cuanto él le decía­­—. ¿No pretenderás meterme ahí, no? ¡Aún no he muerto!

Y entonces la figura respondió con una voz muy familiar:

—Llevas muerto demasiado tiempo.

Oír aquella voz convirtió sus ojos en dos estanques de lágrimas. Echaba de menos a su hermano, que no tenía que haber muerto tan joven, dejándolo solo en un mundo demasiado cruel.

—No te entiendo, hermano —dijo llorando, intentando tocar fútilmente al espectro.

—Claro que me entiendes. Desde que me fui no has hecho más que vivir como si la muerte no existiera, desaprovechando tu tiempo, siempre en busca de fortunas que llenasen el vacío que yo dejé. Pero nada te sacia.

El espectro tenía razón, no podía negarlo. Lo echaba demasiado de menos, la muerte no le daba miedo alguno.

—Este mundo no vale la pena. No para mí —se lamentó Scruggel.

—Claro que vale la pena. Ya habrá tiempo de volver a estar juntos. Te lo aseguro, hermano, tenemos toda la eternidad por delante. Pero ahora tienes gente que te quiere. Tienes buenos amigos que te necesitan vivo, los cuales son felices contigo, y que lo serían más aún si tú les dejaras entrar en tu corazón.

Scruggel pensó entonces en sus amigos, grupo de aventuras y casi su familia. Estas fechas eran importantes para ellos, pero él les había dado la espalda a todos a pesar de haber tenido la oportunidad de ir con cualquiera de ellos.

—No lo merezco.

—Puede que ahora no, pero lo merecerás si así quieres que sea —el espectro de su hermano se materializó durante un breve instante, y ambos se fundieron en un cariñoso abrazo.

El espectro regresó al mundo de los muertos y Scruggel volvió de sopetón al mundo de los vivos.

Había sobrevivido a la caída, pero ya no tenía ganas de seguir con aquella aventura. Con las manos destrozadas subió de nuevo por la cuerda. El posadero le ayudó en el último tramo de su ascenso.

—No has tardado mucho en volver, ¿no? ¿Todo bien? —le preguntó con una dulce sonrisa.

—Nada está bien… —y entonces sacó una bolsa repleta de oro y la puso frente al posadero, un buen botín que siempre llevaba consigo por si lo necesitaba. Y ahora lo necesitaba.

—¿Y esto para qué es?

—Necesito tres pergaminos de viaje rápido.

—Pero son muy caros…

—¿Y para qué iba a querer yo este dinero si no me sirve para estar con aquellos a quien quiero? Aprémiate, posadero, tengo mucho por hacer esta noche.

El posadero y antiguo aventurero le entregó sus pergaminos y aceptó gustoso el oro que valían a cambio.

—Feliz Solsticio de Invierno, amigo.

—Feliz Solsticio de Invierno para ti también —le dijo Scruggel tendiéndole una mano amistosa y una radiante sonrisa.

¡Felices fiestas a todos y a todas!